Lo mejor (y quizás por eso más triste) de esta novela genial es aquel país que la Argentina prometía ser en los ochenta. Todo estaba por hacerse y las grandes extensiones de estas tierras generosas con los extranjeros se abrían desde el Hotel de los Inmigrantes hasta donde ellos quisieran llegar. Lo peor es tener las pruebas de que nada de eso resultó como lo soñaron.
Posse elige a un personaje, Felipe, que al despertarse con una enfermedad presumiblemente mortal en su Tucumán natal, debe trasladarse a Buenos Aires para la cura. Deja atrás a su mujer, Santo ("la más buena del mundo) y a sus ocho hijos. El es un barón del azúcar, no le falta nada y comparte la euforia de los ochenta, codeándose con Sarmiento, Roca, Alberdi y Mitre. Quiere, como ellos, arrancar a la nación del desierto y convertirla en un gran país.
Buenos Aires lo recibe con su gama de olores y personajes, de historias y expectativas. Pero como no es suficiente se trasladará a París, a las manos sabias de Madame Blavatski y a las ideas del poeta desconocido llamado Rimbaud.
Es notable la recreación de época que consigue el autor, la detallada documentación que realizó, la naturalidad con la que sus protagonistas toman la palabra. Con lo que la experiencia de leerla resulta, más que exquisita, iluminadora.