Ajo y Limones: zona literaria y miscelánea |
Libros
"El Día de la Esperanza" (fragmento) - Editorial el Escriba
(1) Mariano Carril
Escritor y periodista
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Los centenares que todavía resistían sobre la avenida Entre Ríos iniciaron una nueva corrida, sintiendo el paladar ya agriado por tantos gases.
Con los últimos rayos de sol cayó sobre el asfalto una bomba de gas, dibujando un pequeño remolino centrífugo capaz de envenenar los últimos suspiros de una tarde afable para un verano que se lanzaba quemante sobre una ciudad inflamable.
Cuando un rostro cubierto por un pañuelo corrió hacia el metal destellante e intentó sin éxito patearlo hacia una alcantarilla, aparecieron los primeros esbozos de este relato. Otros manifestantes se sumaron a la empresa, demostrando entre el apuro por correr y los ahogos producidos por las inhalaciones, la virginidad de sus experiencias en situaciones hasta entonces desconocidas para la mayoría que había ganado las calles. Es cierto que sobraban los rostros cansados de besarse con la violencia sin sentido, como el del morochito que con sus quince o dieciséis años grabó en mi mente el instante en que sacudía vanamente sus piernas flacas, procurando alejar la bola de humo con un puntapié de sus zapatillas, acostumbradas a esquivar la intrepidez de la policía en algún recital de rock, pero carente de jornadas en las que el poder ocultaba su cara más débil tras el rostro de la represión. De espaldas a los uniformes azulados que azotaban su odio, la época se pulverizaba como los vidrios de un supermercado ante la contundencia de las furiosas piedras que lanzaban los últimos, los que cerraban con su coraje o su inconsciencia la retirada, adornando la corrida con el crisol frapé de los cristales destrozados. Las certezas se diluían con cada balazo de goma, retumbe gozoso que machacaba sobre mi sorprendente lucidez para gozar en medio del griterío repetido de las sirenas, las armas y el acontecer desesperado de los cuerpos. No tenía otro sentimiento más que la jactancia de saberme de una vez en poder del papel estelar de ser masa, pueblo, actor colectivo que había arrebatado para sí el primer plano de la cámara de la historia, violando el celuloide de la desmemoria con mil fragmentos de alegre angustia rebasada. Las columnas de humo entrelazándose con los edificios que cortaban el horizonte de la avenida, los pares desconocidos apurando el tranco,el carro hidrante zigzagueando en forma descontrolada y abalanzándose sobre los cuerpos acalorados no hacían sino florecer una especie de alegría malsana de creerme en el centro del carnaval, carnaval que había explotado la interminable cadena de agotadoras esperas. Entre el estampido seco de las balas de gomas, disfrutaba imaginando todas las cosas que me parecían a mí siempre tan lejanas, la lista interminable del anecdotario de los mayores, los que habían tenido la gracia de haber entrado a la vida en épocas terriblemente cargadas de maravillosos y espantosos augurios, desbordantes de futuro. Instantáneas de plazas, de muchedumbres, de banderas, consignas grabadas con fuego en la poesía popular, cadencias melodiosas de amor, guerra y victoria, anunciando entonces la gloria de un tiempo que había quedado perdido en el tiempo. Ahora, con el sol cayendo pesadamente sobre el hervidero en que se había convertido la ciudad, la insolencia de sentir la vida chorreando por los poros se respiraba con cierto aire de revancha. Con vigor inusitado corría, como si fuera una maratón dominguera en familia. La orden partida desde ningún centro de operaciones había sido acatada al pie de la letra y se estableció en cada uno la idea firme de no abandonar las calles, porque justamente ése era el respiro que necesitaban. La ciudad nos regalaba infinidad de calles para hacer de nuestra retirada la táctica más refinada, jamás nos desalojarían, los esperaríamos, los obligaríamos a buscarnos y nos desbandaríamos dos, tres, muchas veces hasta que aceptaran lo que comprendían de antemano. Había pasado un día, desde las infinitamente lejanas cinco de la tarde de ese 19 de diciembre en que diera mi último examen universitario, ya sin restos de paciencia ni de ilusión. Me había detenido a las cinco en punto a demorar el último café como condición de alumno, antes de presentarme frente a una mesa de examen que sabía derrotada desde el vamos. Un ejercicio absurdo, imposible de rozar siquiera la vorágine de preguntas sin respuestas que me atormentaba el espíritu. Un examen. Un simple ejercicio de preguntas y respuestas desprovisto de cualquier pasión que se asemejara a jugarse la vida de uno y de toda la humanidad por obtener una respuesta inalcanzable. Una maniobra burocrática exenta siquiera de rencor, que finalizó con la rúbrica de un nombre insignificante en una libreta insignificante y un halo de silencio aterrador, que por un tiempo creí que jamás volvería a ser quebrantado, porque no encontraba la palabra para nombrar aquello que pudiera atravesar el vacío. Sentía que no era posible que floreciera la palabra, el acorde o el ruido más profundo de la tierra que devolviera a la urbe el sonido. Todo yacía en silencio, todo se volvía pura imagen. La metrópolis giraba en un remolino de acontecimientos completamente objetivados, las historias trascurridas hasta ese instante frente a mí, plenas de complejidad y contradicciones, se reducían a la mera condición de mercancías circulando. Mercancías eran los autos de la calle Corrientes, mercancía los ornamentos que intentaban seducir desde las vidrieras, el subterráneo cruzando los barrios repletos de mercancías transportaba decenas de ojos que translucían la pérdida de sus valores de cambio conforme se extinguía la jornada. Me hallaba completamente solo. Rodeado de cosas y de silencio llegué, solo, a la casa, a encender el televisor que portaba la imagen de un presidente hablando en silencio su falta de palabras, que era la falta de palabras de cualquiera. Ya no había significantes posibles para narrar el dolor de ese día, únicamente era dable esperar que surgiera desde el fondo de la tierra el germen que quebrara el manto de vacío, como un estallido encadenado del magma efervescente de los estados de ánimo, como la explosión de la más primigenia materia de lo humano, como una virulenta colisión de metales invocando a los dioses para restituir el hálito de lo sagrado. Como la reverberación provocada por el fatigoso rebote de un cucharón aplicado sobre una cacerola, una vibración posible de cruzar toda la ciudad silenciosa para sacudir el fondo de la angustia con un retumbar constante y creciente. . Los embates continuados comenzaron a multiplicarse de manera exponencial, surcando por doquier los recovecos de una ciudad carente de ingenuidad, hasta formar, con el correr de los minutos, una comparsa extraviada que enhebraba con mesura cada golpe que manaba en clave de alegría (....)
Sobre el Autor: Mariano Carril nació en la ciudad de La Plata en 1975. Es egresado de la carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Desde 1998 realizó colaboraciones para el diario Página 12 y la revista La Maga y trabajó en diversas revistas. Publicó seis libros de cuentos, cuatro en forma independiente ("De por Ahí", 1997, "Piedra Libre", 1998, "La Bolsa de las Sobras", 1999 y "Conciliábulos en Falsa Escuadra", 2002) uno mediante Editorial Baobab ("Tal Vez Mañana", 2000) y uno a través de Editorial El Escriba ("El último empujón", 2001). Obtuvo el primer premio del Concurso de Poesía y Cuento '7º Aniversario de La Universidad Nacional de Luján (1998)- y fue finalista en concursos organizados por las editoriales P.A.Z, Baobab, Del Ser, Dunken, Embajada de las Letras, Argenta y la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).
Agradecemos la desinteresada colaboración del escritor Mariano Carril por su aporte a esta sección de La Tecl@ Eñe - Ideas, cultura y otras historias...
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