------Es difícil imaginarse exiliado al hombre que afirmaba saber todo lo que sucedía sobre la faz de su mundo, pero la pluma de Andrés Rivera lo logra: nos muestra a un Rosas afincado en las afueras de Southampton que vive del recuerdo de sus años de gloria. Lo mejor de esta recreación es la fuerza que sigue escapando por los poros del ex dueño de los destinos argentinos, que piensa: "yo medito la suerte de los argentinos sin mí".
Por supuesto, una de las riquezas del libro es su capacidad de actuar como espejo de la realidad (cual buena técnica psicoanalítica), mostrando que, tal como afirmara Karl Marx, la historia se da primero como tragedia y luego como farsa, permitiendo que existan hombres de la política que sueñen con un eterno retorno. Afortunadamente, las bondades del ave fénix no han sido transmitidas a la especie humana y, como dice la canción, todo tiene un final.
Pero volviendo a Juan Manuel de Rosas, la historia de Rivera lo encuentra repleto de rencor y congelado en el clima inglés, añorando los asados y las cabalgatas por el campo, además de los veinte años de dominio que pasó en el poder. Quienes paren no extrañarlo son todos aquellos que, sin embargo, le deben favores pero ni siquiera le envían el dinero que necesita para mantener su dignidad ("quien gobierne podrá contar ,siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos", piensa).
Incluso Manuelita, su hija adorada que prometió no dejarlo ni a sol ni a sombra ahora ha decidido casarse. Traidora, como todos los que depositaron en sus espaldas las ansias de tierras conquistadas, de pacificación (o simple tranquilidad de gente sometida, según se mire), de indias o de sangre enemiga derramada.
Hacer el mal sin pasión, tal como lo acusara Sarmiento, no fue sin embargo una acusación del todo justiciera, porque si hay algo que Rosas supo poner en cada uno de sus actos fue toda la pasión con la que contó. Un auténtico patrón de estancia, ahora devenido en granjero inglés por sus propios actos, en un intento por abrazar la vida aunque sea desde la distancia del exilio.
Por Carola Chaparro