Cartas de amor a Moreno
Me voy pero la cola que dejo será larga...
Por Juan Carlos Pumilla
Desprende una rosa roja y la lanza con fuerza para demorarse en los círculos que el agua dibuja y expande hasta llegar a destino. La mano construye un refugio sobre las cejas y desde esa atalaya verifica la singladura; cree percibir el leve balanceo de la barca. El capitán afirma sus pies para acompañar el vaivén. Su semblante inescrutable acaso revela un destello de inquietud ante los ojos inquisidores que lo enfrentan mientras imaginan cómo será el amanecer visto desde María Guadalupe. El sol va ensangrentando morosamente el horizonte y un haz de sombras adelgaza las figuras hasta convertirlas en absurdas marionetas de una comedia que plegará el telón al mediodía. El hombre al que el capitán contempla en silencio desprende su espalda de la pared del camarote y un grabado de sudor perpetúa una impronta marrón sobre las tablas. Otra puntada atroz penetra en su estómago mientras el cuerpo se arquea y un hilillo de baba presagia esa bilis agria y nauseabunda que no sobrevendrá porque ya nada queda en su interior. Nada, salvo el perfil de la mujer que en el muelle voltea la cabeza para encontrarlo. Sus miradas se cruzan. Ella se sonroja y deposita con lenidad el ramillete de flores sobre el tosco barandal mientras le promete escribir una nueva carta a la hora de la siesta, que es cuando las visitas se retraen porque marzo ha venido caluroso y no hay que incomodar ni incomodarse. Ella le dirá te amo y borrará el trazo, arrepentida, para no parecer cursi, o débil. Pero insistirá te amo más enorme porque él necesita saberlo y ella reafirmarlo si al fin y al cabo en ese te amo está la razón de toda esta paciencia. Además, presiente que él sabe que de esta manera la mujer amada edifica en su interior la promesa del regreso. El regreso... Lupe alimenta la certeza de que no habrá vuelta para ella, o por ella, corrige, porque el amor que lo impulsa tiene otro nombre de mujer que la trasciende. Si retorna..., lo percibe resuelto y obsesivo entre la bruma, será para amar a esa otra más grande y hasta quizás más hermosa que lo desvela y cobija y contiene desde que comenzó a soñarla allá en los altos de América. El pensamiento está expresado sin celos ni rencores y estos sentimientos la ayudan a elegir las palabras, las más adecuadas y elocuentes para decir te amo. Cuidará para que la expresión suene sugerente, promesa y afirmación. Sólo después de haber conquistado este propósito tomará un respiro para decidir qué más decirle que ya no sepa o lucubre. El la ve inclinada sobre la mesa de gualeguay pero la visión se interrumpe porque su humanidad se contrae en otro espasmo de dolor. Sus manos abrazan las rodillas para conjurar la crisis que avanza inexorable, elaborando nuevas formas de refinado tormento para doblegar al hombre que no se vence y busca refugio más allá de las tripas que se quejan, lastiman y queman. Pero no penetran en la trinchera protegida por los pliegues de la memoria. La que preserva los tesoros que sus pesares no le arrebatarán. Aquella tarde en Chuquisaca, por ejemplo, deslumbrado ante el camafeo de la adolescente que comienza a amar desde ese mismo instante, la que en este momento le está diciendo te amo en una nueva carta. La decimotercera, pero no la última, enviada a un lugar sin nombre para mentirle que está bien cuando todo a su alrededor anda mal. Destierros , persecuciones, maledicencias. Tan furiosas que sangran más que los charcos escarlatas de aquel junio fatídico de hace cuatro años. Maldito junio derramado en las calles, junio espeso y acre que serpentea por los declives hasta el río. Ay amor ¿recuerdas esa marea invertida que tiñe la ribera ofendiendo al sol del atardecer hasta enrojecerlo?. La letra tiembla, vacila y se detiene porque un aguijón de reconvención la castiga por insistir con la descripción de un drama que él ya sospecha en el estrecho universo de la habitación que contiene su dolor. No lo digas mujer, no lo hagas: uno debe pagar por los triunfos que no se logran, purgar por los fracasos que se conquistan. Es cosa vieja que el odio de los mediocres crece y se agiganta ante la impunidad de la ausencia. Pero no habrá ausencia, se dice el hombre al que el capitán esquiva pretendiendo que toda su atención está en ese líquido viscoso que vuelca en gotas como si en ello le fuera la vida. La vida, repasa, se sintetiza en una plaza, una idea y las caderas de Lupe. Fragmentos de felicidad inexpugnables y eternos. ¿Qué hace? Qué hace ella, inclinada ante los malvones del patio con ese pequeño torbellino azul tirando de su falda. Qué otra cosa sino pensar cómo será su nueva residencia en ultramar, tan lejos de este solar de desmesuras y cuánto tardará él en extrañar el fuego, las risas y las broncas. Y esa lucha que lo compromete hasta mancharse pero de la que no claudica pese a que cada recuerdo le lacere el corazón. Aquella orden sin vacilaciones sellando el destino del héroe de la reconquista pero el enemigo del futuro o el reclamo a sus amigos para que no flaqueen a la hora de hacer lo que es imperativo hacer aún a costa del eterno desasosiego. Días de júbilo y violencia, noches de vino y furias. La punzada se hunde en el costado para recordarle dónde se encuentra y el ardor activa el sistema de protección por el que emerge Lupe jurándole te amo más allá de tus ideas. Pese a tus ideas y con tus ideas aunque te alejan de mí y te retornan en ese pensamiento que excitas para huir del tedio del viaje, la nostalgia o de la impotencia. Palabras sin destino porque la atención se monopoliza en el extremo que el capitán extiende con cuatro gotas que ha contado prolijamente. El opaco utensilio de alpaca inicia su recorrido terminal hacia el enfermo que acaricia las mejillas de Lupe luminosas de marzo. Lupe en el puerto del adiós, enramillada de azahares la selva cobriza del pelo que el viento mece para ocultar las lágrimas. La niña de Chuquisaca se sobrepone como una trasparencia esmerilada con la tez curtida de este capitán de apellido imposible que baja los párpados perturbado intentando huir de esos ojos. Procurando concentrarse en el itinerario de su mano mientras el hombre de las despedidas entreabre los labios y eleva la vista. El barco prosigue su derrota y la penumbra apenas deja vislumbrar una advertencia de ese brazo que se acerca. Sombras para envolver al hombre que ya es leyenda. El guiñapo que se retuerce en el rincón más lóbrego del camarote vence al tiempo. El marino de los entorchados y la cuchara se estremece por una súbita revelación que vuelve todo inútil: en ese cuerpo martirizado y desvalido germina, implacable como el amanecer, la promesa ominosa de la palingenesia. Lupe quita el pelo de sus ojos para ver a través del mar un relámpago de luz que repasa las imágenes de su pasado, buscándola. Una a una, por todas las rugosidades de América. Recorre los socavones de Potosí y las quebradas de Tilcara; la crispada soledad de las galeradas y las cicatrices de las rastrilladas que el llano desplaza hacia el oeste. Rastrea entre los gritos paceños que el viento reverbera y en las endechas del miserere de Cabeza de Tigre. Busca. En tanto el recipiente portando antiguas razones prosigue su viaje hacia los cuarteados labios del hombre postrado que, mirando más allá de su vida, busca. Hasta encontrarla.
Por Juan Carlos Pumilla: Escritor y Periodista
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María Guadalupe Cuenca de Moreno () |
Esposa fiel de Mariano Moreno, paladín de la independencia argentina. Nació en Chuquisaca (actual Bolivia) en 1790 y allí conoció a Moreno, que cursaba abogacía y teología en la Universidad local. Una miniatura exhibida en la vidriera de un platero llamó su atención y se informó sobre el modelo. Enamorado de la niña de catorce años, se casó el 20 de mayo de 1804. Al año siguiente llegaron a Buenos Aires, con un hijo de ocho meses. Moreno debió embarcarse para Europa el 25 de enero de 1811 y comenzó entonces una correspondencia, por parte de Guadalupe, que duro varios meses. Estas cartas tienen la dolorosa particularidad: no llegaron a manos de Moreno, pues la primera, fechada el 14 de marzo, fue escrita diez días después de la muerte de mariano en alta mar. Se calcula que ella recibió en agosto la carta del hermano de Moreno, Manuel, desde Londres anunciando el fallecimiento de Mariano Moreno. Acosada por las privaciones, solicitó al gobierno una pensión, que le fue concedida. El hijo siguió la carrera militar y se alejó del país en la época de Rosas, regresando con Guadalupe, que falleció en Buenos Aires el 1º de septiembre de 1854.
http://www.todo-argentina.net/biografias/Personajes/maria_guadalupe_cuenca_de_moreno.htm