Los párrafos que se reproducen a continuación pertenecen al prólogo que Juan José Saer escribió en 1999 para la reedición, a cargo de Adriana Hidalgo, de la novela de Antonio Di Benedetto, El silenciero.
En la literatura argentina, Di Benedetto es uno de los pocos escritores que ha sabido elaborar un estilo propio, fundado en la exactitud y en la economía y que, a pesar de su laconismo y de su aparente pobreza, se modula en muchos matices, coloquiales o reflexivos, descriptivos o líricos, y es de una eficacia sorprendente. Su habilidad técnica - a él no le hubiese gustado la palabra y a mí tampoco me convence demasiado -, que un rasgo personal suplementario, bastante escaso en nuestra época por otra parte, la discreción, relega siempre a un segundo plano, es también asombrosa, y si bien es la tensión interna del relato la que organiza los hechos, esa maestría excepcional los destila sabiamente para darles su lugar preciso en el conjunto...
En un período en el que las largas oraciones supuestamente poéticas y el énfasis, los finales de capítulo impactantes y los desbordes eróticos y existenciales estaban de moda, la sobriedad estilística de Di Benedetto, demasiado enredada en la maraña insidiosa de lo real como para dejarse distraer por artificios retóricos que ni siquiera se acordaban con su temperamento, por haber elegido un camino personal, íntegro y lúcido, fue ignorada durante décadas por sucesivos e intercambiables fabricantes de reputaciones. Aunque desde el principio un pequeñísimo grupo de lectores, que fue aumentando poco a poco con los años, supo reconocer el genio evidente de sus relatos, y aunque algunas traducciones y reediciones se fueron sucediendo en la últimas décadas, la deuda inmensa de la cultura argentina con Antonio Di Benedetto aún no ha sido saldada.
Juan José Saer
París, 1999
HOMBRE-PERRO
Por Antonio Di Benedetto
Magissi me dijo: "La diferencia está en que usted cree que a veces los hombres se portan como perros y yo sé que todos los hombres son unos perros. Ësa es la diferencia entre usted y yo".
No podía darle la razón, sencillamente porque hubiera sido reconocer que él sabía más que yo. Entonces quise persuadirlo de que él se equivocaba aun respecto a mis ideas. Deshice mis anteriores argumentos y, sin llegar a usar la palabra "bueno" en un sentido general, ni para el hombre ni para el perro, opiné que uno y otro tienen sus momentos malos.
-O de maldad. ¿ El momento de la perrada?
Él me preguntaba lo que sabía que yo estaba pensando. Quería que lo afirmara, que dijera simplemente "sí", pero un sí sin lugar a dudas. No pude dejar de intuir una celada, pero yo mismo me había llevado a ese punto y en consecuencia, muy a pesar de mí, tuve que decir:
-Sí.
Yo lo sabía. Me había hecho volver al punto de partida. Esa ansiedad porque dijera que sí...Si yo creía en el momento malo es que juzgaba que habitualmente son buenos. Y era todo lo contrario: habitualmente son malos y por momentos, sólo en contados momentos, buenos. Procuraba convencerme, ya sin esfuerzo, porque él podía darse cuenta fácilmente de que yo resistía por terquedad, por mantenerme en antiguas convicciones y también, desde luego, por orgullo. Aunque a él no le importaba el orgullo, ni el propio ni el mío.
Algo, algo que no se puede palpar, pero nos asiste, me soplaba al oído que la verdad estaba en mí. Sin embargo, era inútil discutir. Fastidiaba decir lo mismo, decirlo él y decirlo yo, con nuevos ejemplos o con otras palabras. En fin...
* * *
Cuando era muy joven, hasta los dieciocho años, tenía ilusiones. Tenía ilusiones porque vivían mis padres y yo no necesitaba trabajar, Ambicionaba ser director ad honorem de la Biblioteca Provincial. Cuando se volvió imperioso procurarme sustento, debí desistir de esta ambición, pero tuve suerte, de un modo relativo. La casa Raft, de la Capital, vende ficheros metálicos para bibliotecas. Al que le compra un fichero le envía, junto con el fichero, un empleado, que le organiza la biblioteca y le ficha los libros. Ese empleado era yo. Podía disponer hasta de dos semanas para organizar y fichar una biblioteca de quinientos libros. La casa Raft quiere que las cosas se hagan bien. La casa Raft quiere que el cliente quede satisfecho. Un cliente satisfecho es nuestro mejor propagandista, etc. Estaba equivocado: aun trabajando tenía ilusiones, quizás mayores.
Pero me dejaron cesante,¡maldita sea! Me pusieron cierta cantidad de billetes en un sobre. No obstante, el sobre de las explicaciones lo dejaron vacío. El empleador tiene derecho de prescindir de su empleado, siempre que lo indemnice debidamente. La Ley debe decir algo por el estilo. Y como la ley me cortaba tan bruscamente, nunca más pude, pobre de mí, pasar por esa calle de la sucursal Raft. Pensé de nuevo en la Biblioteca Provincial, ya no, por cierto, con aspiraciones de dirigirla. Pensé- y aún más, intenté- emplearme en una librería. En un diario, en un museo...
En febrero se iba vaciando del todo el único sobre lleno que me dio la casa Raft. Era el tiempo de comprar uva. Una bodega de tres cuerpos me encargó que pagará hasta cinco pesos sobre el precio oficial. Yo recorría, a pie, con toda esa tierra y ese maligno sol, viñas y viñas de diez, de cónico, de dos hectáreas. Otro corredor, de una bodega más grande, había pasado antes, en automóvil, pagando ocho pesos por encima del precio oficial.
* * *
Trabajaban ella y la madre. Quizás podrían haber dispuesto para un departamento mejor, por lo menos exento de esa vecindad que lo asemejaba al de un conventillo. Pero Barbarita prefería guardar la diferencia con el propósito de comprarse un piano. Era una desdichada ilusión, porque por cada cien pesos ahorrados el precio de los pianos aumentaba doscientos. De todas maneras, doce años sin tocar, desde los catorce...
Cuando vino Conchita Piquer al Teatro Municipal, la Perea, departamento seis, aprendió aquello de
" A la lima y al limón,
Te vas a quedar soltera..."
Se lo cantaba sin compasión. También los niños lo aprendieron.
Barbarita me lo contó; no para apurarme, estoy seguro. Me lo contó con una sonrisa triste, alguna vez que quiso hacerme entender que no sólo yo era digno de lástima.
El sábado,¡oh, qué malintencionado estaba yo!, fui preparándola y en cierto momento, bajito, muy bajito, le canté:
"A la lima y al limón,
Te vas a quedar soltera..."
Y la dejé irse, en retirada, herida, con la boca semiabierta, pero sin palabras.
¡La perrada, santa furia! ¡Mi perrada!
* * *
Sin saber hasta cuándo podría pagar la pensión, sin Barbarita, ciertamente... Uno, claro, necesita que algo suceda, está en tensión, a la espera. Y sin embargo no se le escapa que muy probablemente lo que ha de suceder será malo.
Aquel hombrecito, de mi edad, pero mucho más endeble, era mi amigo. Conversábamos y conversábamos y me daba envidia porque él tenía tiempo para leer tanto. Nunca le pregunté de qué vivía, si bien alguien me contó que del padre, y esta explicación de ninguna manera quería yo que fuese inexacta, porque me daba motivo para despreciarlo. Supe además, aunque vagamente atendí la referencia, que el padre le exigía que buscara el medio de atender a sus necesidades. Por eso él siempre hablaba de publicar una revista, de la que nunca he visto un solo número.
Lo perdí de vista tantas semanas y ahora...¡Ah, como me lo esperaba yo! Si algo sucedía, algo malo tendría que ser.¡ Él, sangre pútrida, él estaba allí, en mi puesto, nombrado el mismo día de mi despido!
* * *
Estuve aguardándolo pacientemente, pero cuando lo vi toda la furia me poseyó. Se me hincharon los belfos, me fui al suelo y mis cuatro patas me dispararon hacia él, que ya, advertido rápidamente, en sus cuatro patas también, con un leve aullido de miedo, mostraba, por instinto de defensa, los dientes. Me abalancé sobre su cabeza mordiéndolo con implacable rabia, echando espuma por la boca, tratando de hincarle los dientes en el cuello, que él defendía desesperado con las patas delanteras.
Un barrendero, a instancias de una mujer que gritaba espantada, nos separó a escobazos.
* * *
Nada de esto, sin embargo, concede la razón a Magissi.
Por Antonio Di Benedetto. Del libro "Mundo animal".