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No habrá más pena ni olvido.

Por Sergio Ramírez

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Desde la verdura en harapos del trópico bananero yo quería ser argentino, en aquellos ya remotos años cuarenta que fueron los de mi infancia. Un primo rico se daba el lujo de mandar a empastar los números de Billiken, y en esos tomos tan preciados descubrí "La dama del perrito" de Chejov, y "El oso" de Faulkner, cuando se dignaba prestármelos. Me quedaba leyendo hasta altas horas de la madrugada a la luz de un foco de mano, embozado bajo la sábana -para no ser descubierto en el delito del desvelo-; leía Billiken y también los números de El Peneca. en Nicaragua todavía se sigue llamando penecas a las revistas de historietas. Me identifiqué con Patoruzito, el indiecito semidesnudo de las pampas; aprendí lo que era una boleadora y un ombú, y gané mi primer antihéroe en su adversario Isidoro, el porteñito engominado. Civilización contra barbarie. Aprendí también desde entonces la palabra "canillita", porque un niño inválido que vendía periódicos por las calles de Buenos Aires apoyándose en una muleta era capaz de transformarse en el Capitán Maravilla con sólo pronunciar la palabra mágica SHAZAM (compuesta por las iniciales de Salomón, Hércules, Atlas, Zeus, una que he perdido, y Marte); ya en su investidura de héroe poderoso abatía a puñetazos a la peor ralea de maleantes que se ocultaban en los meandros del barrio La Boca.Y hay más. Mis libros de lectura de la escuela primaria venían también de Argentina, y me acostumbré a que la bandera patria que figuraba en la primera página de esos libros -tan parecida a la de Nicaragua- tuviera ciertas ligeras diferencias con la mía; apenas un poco más pálidas las franjas azules, y en la franja blanca del centro, en lugar del escudo de cinco volcanes, un sol resplandeciente.

Y tenían a Eva Perón. En la pobre biblioteca de mi escuela, donde todos los libros alcanzaban en unos cuantos estantes de pino, no había mejor momento para mí que el de entregarme a repasar las páginas de un álbum de fotos a colores pastel dedicado a aquella primera dama caritativa de moño perfecto y sonrisa angelical, que venía a ser como la reina del mundo, y que tantos años después reviviría para mí en la espléndida novela "Santa Evita", de Tomás Eloy Martínez.


Pero también tengo en mi vida a la Editorial Sopena Argentina, con sus libros a dos columnas en los que leí "Los miserables", "El conde de Montecristo" y "Los tres mosqueteros"; y la Editorial Kraft, que publicaba cuentos japoneses y poemas chinos con delicadas ilustraciones; y aún más tarde, mi encuentro con "En busca del tiempo perdido", traducido por Pedro Salinas, en los libracos en cuarto mayor de tapas de cartón y letra, tal vez de la casa editorial Salvador Rueda (mal me engañe la memoria); más "Trilce", el "Canto general", el "Romancero gitano", y "Marinero en tierra", unos tomitos en rústica de cubiertas grises, con el sello de Losada; tiempos dichosos en que los libros de poesía eran tan baratos. Era la pujante Argentina de Juan Domingo Perón. Una Argentina capaz de llegar con sus masivos embarques de libros hasta las costas de Centroamérica, a los mismos muelles donde atracaban los barcos refrigerados de la flota blanca de la United Fruit Company a recoger los racimos de fruta que eran nuestra insignia de banana republics. Los diputados, decía Sam Zemurray -quien inventó aquel negocio fabuloso del banano- eran más baratos que las mulas, según recuerda en Hora Cero Ernesto Cardenal. Mi infancia pertenece también a la voz de Carlos Gardel en las roconolas de las cantinas, una voz que venía desde la eternidad, y ante la que lloraban de auténtica pena los borrachos despechados. Sus películas eran vistas una y otra vez por el mismo público ávido en el único cine que del pueblo, a la luz de las estrellas; y es a causa de tanto Gardel en las vidas cotidianas que a un carpintero de ataúdes, que llevaba las uñas manchadas de maque, lo llamaban Canejo: por aquello de "fuerza, canejo, sufra y no llore...".
Mis libros de lectura escolar hablaban de graneros colmados, ferrocarriles que atravesaban la pampa, infinitos hatos de ganado, barcos que partían pletóricos de mercancías. En el país del que venían los libros y las historietas los niños iban a la escuela pública de uniforme, como no ocurría en Nicaragua, donde no había siquiera bancos para todos los alumnos. Como aquel niño que era yo, cómo no iba a querer ser como los argentinos, así como los argentinos querían ser como los europeos.
Pasaron los años. Poco antes de que Perón fuera derrocado, cuando las arcas repletas de lingotes de oro empezaban a vaciarse en el Banco de la Nación -gracias a las más variada suerte de corruptelas y a la mano munificente de Santa Evita-, el viejo Somoza fue recibido con toda pompa en Buenos Aires, y Perón llenó para él la Plaza de Mayo con un millón de personas.

Conservo esas fotos: los dos en el balcón de la Casa Rosada, en arreos militares de gala, frente a la inmensa multitud. Más tarde, en triste pago, Perón fue acogido en su exilio en la calurosa y provinciana Managua, y se alojó en los aposentos del Palacio Presidencial de Tiscapa. Ese año de 1956 mataron a Somoza y Perón huyó, temeroso de su mala estrella, a refugiarse en brazos de Trujillo en la República Dominicana.
Isabelita Martínez (a quien Perón había conocido en Panamá en un night-club, cuando iba precisamente rumbo a Managua) llegó a convertirse en presidenta, y tuvo por consejero áulico a López Rega, un brujo de arrabal que era, además, jefe de una banda de sicarios, una «mano blanca» como las de Guatemala, o El Salvador. Argentina ya no parecía el país europeo que era en las páginas de mis viejos libros escolares sino una república bananera, como cualquiera de las nuestras. Una cabaretera presidenta. Un brujo asesino, su prestidigitador del poder.
Eso no podía ocurrir sino en una república bananera. Y después, las desapariciones masivas, los prisioneros lanzados desde los aviones en alta mar, enterrados en bloques de cemento en el fondo del río de la Plata. Eso es lo mismo que ocurría en Guatemala y en Nicaragua. Y luego Menem, un chulo disfrazado de prócer, con patillas a lo General San Martín, que era también tan centroamericano en sus ínfulas perdularias. Ahora que tantos argentinos descuajados de la normalidad de sus vidas se quieren subir a los viejos barcos en los que sus antepasados llegaron desde Calabria, o desde Marsella, o desde Vigo, a buscar un refugio quizás imposible frente a la catástrofe que la repetida corrupción ha traído sobre Argentina, el rollo de película es echado a andar, pero hacia atrás. La civilización y la modernidad con que tanto soñaron todos los que desde el siglo XIX ansiaron ser europeos, y con la que soñamos en el calor del trópico, donde huele a frutos demasiado maduros, todos los que quisimos ser argentinos, se caen a pedazos como las bambalinas de un escenario en ruinas.

Pero yo sigo queriendo ser argentino. No sólo por mi infancia nunca perdida. También por Lugones, por Borges, por Cortázar, por Osvaldo Soriano, por Tomás Eloy Martínez, y, por supuesto, por Gardel. No más les digo que esperemos, que ya vendrá el día en que no habrá más pena ni olvido.

Barranquilla, mayo 2002.
Por Sergio Ramírez

(N.de la R: La presente nota es publicada con la autorización del autor, las imágenes no forman parte del original)

Biografía de Sergio Ramírez

Nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942, hijo de Pedro Ramírez y Luisa Mercado, segundo de cinco hermanos. Fundó la revista Ventana en 196O, y encabezó con Fernando Gordillo el movimiento literario del mismo nombre. En 1963 publicó su primer libro, Cuentos. Se graduó de abogado en la UNAN de León en 1964.

Electo dos veces Secretario General de la Confederación de Universidades Centroamericanas (CSUCA) en 1968 y en 1976. En 1978 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA). Entre 1973 y 1975 residió en Berlín invitado por el programa de artistas residentes del Servicio de Intercambio Académico Alemán (DAAD).

En 1977 encabezó el grupo de los Doce, formado por intelectuales, empresarios, sacerdotes y dirigentes civiles, en lucha contra el régimen de Somoza. En 1979, al triunfo de la revolución, integró la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. Fue electo vicepresidente en 1984. Desde el gobierno, presidió el Consejo Nacional de Educación y fundó la Editorial Nueva Nicaragua en 1981.

Entre sus libros figuran, De Tropeles y Tropelías (1971), que recibió el Premio Latinoamericano de Cuento de la revista Imagen, de Caracas; El Pensamiento vivo de Sandino (EDUCA, San José, 1975, e incorporado más tarde en la colección Ayacucho, Caracas); Charles Atlas también muere (cuentos, Joaquín Mortiz, 1976); ¿Te dio miedo la sangre? (novela, Monte Avila, 1978), finalista del Premio Latinoamericano Rómulo Gallegos; Castigo Divino (novela, Mondadori, 1988), Premio Dashie Hammett en 1990, y llevada a la televisión por RTI de Colombia; Clave de Sol (cuentos, Cal y Arena, 1993); Un baile de máscaras (novela, Alfaguara, 1995), Premio Laure Bataillon al mejor libro extranjero en 1998 en Francia, (publicado por Payot-Rivage). Alfaguara publicó en 1998 sus Cuentos Completos con un prólogo de Mario Benedetti.

Su novela Margarita, está linda la mar ganó el Premio Internacional de Novela ALFAGUARA 1998, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes; y en 2000 el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas, otorgado por la Casa de las Américas, en La Habana. Adiós muchachos, su memoria personal de la revolución, apareció en 1999. Sus últimos libros son Mentiras Verdaderas (2001), conferencias sobre la creación literaria dictadas en la cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara; y Catalina y Catalina (cuentos, 2001), ambos publicados también por Alfaguara. Su nueva novela Sombras nada más, aparece este año.

Preparó la selección de cuentos del escritor salvadoreño Salvador Salazar Arrué (Salarrué), junto con el prólogo, para la edición que bajo el título El Ángel del Espejo publicó la colección Ayacucho, (Caracas, 1977); escribió el prólogo para la edición conmemorativa del 98, de España Contemporánea de Rubén Darío, (Alfaguara, Madrid, 1998); y el prólogo a la edición crítica de Mulata de Tal de Miguel Ángel Asturias, publicada en la colección Archivos, (París, 2001).

Condecorado con la Orden de Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno de Francia (1993). Premio Bruno Kreisky a los Derechos Humanos, Viena (1988), y Orden Mariano Fiallos Gil del Consejo Nacional de Universidades de Nicaragua (1994). Doctor Honoris Causa de la Universidad Central del Ecuador (1984), y de la Universidad Blaise Pascal de Clermont-Ferrand, Francia (2000).

Miembro de la Comisión del PNUD para el informe alterno de América Latina ante la Cumbre Social de Copenhague (1994); de la Comisión Centroamericana y del Caribe sobre Educación, Equidad y competitividad Económica organizada por el PREAL y el Interamerican Dialogue; del consejo de asociados del Interamerican Dialogue, y del consejo consultivo de la World Innovation Foundation (FWIF) con sede en Londres, que preside el físico Jerome Karle, laureado con el Premio Nobel.

Presidente del jurado internacional del Festival de Cine de Cartagena (1993); miembro del jurado del Premio Internacional de Periodismo Rey de España (1995); y del jurado del Premio Latinoamericano de Periodismo (2001) de la Fundación Nuevo Periodismo que preside Gabriel García Márquez, en cuya escuela internacional, con sede en Cartagena, dicta cursos como profesor permanente.

Además de la Cátedra Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara, ha ocupado en 2001 la cátedra Samuel Fischer de literatura comparada en la Universidad Libre de Berlín, y este año ocupará la Cátedra Alfonso Reyes del Instituto Tecnológico de Monterrey.

Profesor y conferencista de la Universidad de Middelbury, en Vermont, de la Universidad de Cornell, en Nueva York, de la Universidad de Maryland, en College Park; de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, de la Universidad de Colorado, en Bulder; de la Universidad de Salamanca, de la Universidad Jaime III en Castellón, de la Universidad de Alicante, y de la Universidad de Albacete, en España; y de las universidades de Poitiers, Clermont-Ferrand y Montpellier, en Francia. Ha dictado conferencias y cursos en el Ateneo de Madrid, y en Casa de América, también en Madrid; así como en el Centro Nacional de las Artes y el Colegio Nacional, de México.

Columnista de El País, de Madrid, La Jornada, de México, El Espectador, de Bogotá, El Nacional de Caracas, Listín Diario, de Santo Domingo, La Opinión, de Los Ángeles, La Nación, de San José, El Heraldo, de Tegucigalpa, La Prensa Gráfica, de San Salvador, El Periódico, de Guatemala, y El Nuevo Diario, de Managua, entre otros. Colaborador de Letra Internacional, en Madrid, de Nexos, en México, y El Gatopardo, en Bogotá.

Está casado con Gertrudis Guerrero Mayorga, socióloga de profesión, con quien tiene tres hijos: Sergio, María y Dorel.

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