Las ventajas del amor

Por Carola Chaparro


En una noche de insomnio es cuando se conciben las mejores y peores ideas de la historia de la humanidad. O por lo menos, así lo pensaba Francisco Torrent mientras imaginaba lo terrible de ser picado por una pulga sin poder rascarse.

Trató de recrear la escena del hombre tendido en la cama, imposibilitado de movimientos y con varios de esos insectos sobre los lugares clave de su anatomía. La única salida era la locura o el desarrollo de poderes psíquicos fuera de lo común. Y teniendo en cuenta la ley de probabilidades, cualquiera estaba en condiciones de ser candidato a una catástrofe física semejante.

Como Francisco era previsor, lo primero que hizo después de la noche en vela que pasó elaborando estas ideas fue deshacerse del amado Serguei, el siberiano que lo acompañaba en su vida de soltero. El momento de la separación fue incluso más duro que cuando Marisa dio el portazo con el que le dijo adiós sin más preámbulos, y tuvo también muchos más besos. Serguei fue regalado a la tía Cuqui, la única que sabia cómo tratar a los animales cuando estaban deprimidos, aunque arruinara los pocos buenos momentos de quienes la rodeaban.

El segundo acto decisivo de Francisco fue emprender una cruzada saludable en la que hizo revisar por expertos todo órgano vital que fuera problemático para su cuerpo. Empezó por los dientes, que le dolían cada vez que chupaba un helado, y siguió con los lunares, los ojos, el esqueleto y los pulmones. Se sometió con una sonrisa colaboradora a todo tipo de estudios, aún los más dolorosos y caros, hasta quedar convencido de ser el portador de un estado aceptable para su peso y estatura.

La tercer medida en pos del propio bienestar en caso de impedimento físico o mental era tener una relación excelente con todo miembro de su familia que pudiera ser el depositario de su persona. Fue por eso que se convirtió en alguien mejor de lo que ya era; jamás olvidaba un aniversario ni dejaba sin contestar un llamado telefónico.

Cuando el plan se fue ramificando, la ola afectiva se extendió a sus propios amigos, a los conocidos de sus allegados y a sus vecinos. No quería quedar mal con nadie, y en cuanto tenia oportunidad trababa nuevas relaciones. Hubo una época gloriosa en la que todo el barrio saludaba a Francisco cuando lo veía en la calle, y hasta los comerciantes le ofrecían un descuento con tal de retenerlo unos minutos más para charlar. Sabia contar chistes, escuchar con paciencia, dar buenos consejos, socorrer ante una emergencia y además era simpático.

Toda esta gama de nuevas cualidades le trajo un éxito con las mujeres que anteriormente nadie hubiera pronosticado. El lo aprovechó con discreción, ya que no quería ser odiado por ninguna de ellas, y así gozó de todas simultáneamente sin que ninguna lo supiera. Nunca fue delatado por un corpiño fuera de lugar o una arruga en su pantalón dejada por la silueta femenina.

A raíz de todas sus buenas acciones Francisco quedó envuelto en una oleada de amor familiar, barrial y conyugal mayor a la imaginada pero ideal para sus cálculos.

Tal como lo esperaba, el ataque sobrevino una mañana de verano dejándole paralizada la mitad exacta del cuerpo. Después de la internación, entre todos sus seres queridos se sorteó la oportunidad de cuidarlo, teniendo el cuenta las instrucciones del médico, que explicaba su incontinencia urinaria y su medicación cada cuatro horas. Un día entero de deliberaciones dio como elegida a la tía Cuqui, y como el enfermo no hablaba con claridad no pudo oponer resistencia.

El reencuentro con el despechado Serguei no fue lo que podría esperarse; el perro gruñía con ferocidad mientras se rascaba con la pata trasera la cabeza. La tía hizo todo lo posible por acomodar bien a Francisco, ubicándolo en la habitación de planchar. La cama quedaba justo entre el televisor y el canasto con la ropa, al lado de la cucha de la adorable mascota. De esta manera Cuqui podía dedicarse a sus tareas sin perder de vista la novela de la tarde, mientras su sobrino emitía extraños sonidos que pretendían ser palabras.

No hubo una sola persona que no quedara conmovida por la tragedia, sobre todo durante el primer mes, cuando la casa se llenó de visitas. Algunas de las novias se cruzaron llevando bombones o flores, pero todo quedó perdonado ante el gesto dolorido del paciente. Nadie se olvidó de Francisco hasta el tercer mes, cuando el fantasma de sus últimos chistes se desvanecía en el barrio. Quienes más lo querían a veces le preguntaban a la tía por él, pero rápidamente pasaban a temas más felices.

Los poderes psíquicos del convaleciente no tardaron en aparecer, estimulados por el descuido en el que vivía. Era capaz de transmitir algunas ideas sencillas a la mente de Cuqui, como cuando llegaba la hora de la cena o la del baño. Incluso fue capaz de llegar a los pensamientos de Marisa, que aunque se fue dando un portazo estuvo frente a la puerta a las cinco en punto para tocar el timbre.

Pero el cerebro más sensible y astuto resultó ser el de Serguei, que conocía su terror a las pulgas y lo atormentaba sentándose en la cama. Esos eran los momentos en que Francisco comprendía que su plan afectivo había fallado en el punto más importante, porque las personas tienen una memoria cargada con múltiples datos: caras, fechas y nombres se mezclan con el tiempo y conducen al olvido. Solo las mentes primitivas retienen lo esencial. Serguei percibía la hilación de ideas y parecía asentir con una sonrisa vengativa, mientras empezaba a rascarse frenéticamente justo sobre la falda de su dueño.

- Este perro te adora - dijo Marisa mientras le acariciaba el lomo plateado. Y Francisco ya no pensó nada más, por miedo a que el siberiano escuchara.


Por Carola Chaparro


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