
Fue mi abuelo quien me enseñó que la Justicia y la Belleza deben ir de la mano. Yo tenía entonces ocho años y viajaba todas las tardes, a la salida de la escuela, desde Floresta hasta Boedo, donde él, con sus ojos demasiados claros y su voz demasiado gruesa, vendía libros viejos en un humilde local, rodeado de gatos y escuchando voces de ópera, mientras cultivaba un ensamble de lecturas donde campeaban Platón, Aristóteles y Dostoievsky.
Sin Justicia toda civilización cae en ruinas, decía, y yo estudiaría derecho.
Sin Belleza, el hombre se vuelve peor que piedras, silencio estéril, y yo pasaría largas noches leyendo a los clásicos y escribiendo poesía, hasta alejar a los fantasmas de mi ventana.
Sin Justicia, sin Belleza, la vida no merece vivirse; pero si te decidís por la Justicia y la Belleza sufrirás, decía, y acariciaba mi cabeza y su voz ya no era gruesa sino triste. (Doy fe, abuelo, que te escuché y sufrí; las persecuciones y el exilio dan cuenta.)
Pasado el tiempo, como abogado descubrí que las sociedades basadas en las mil formas con que las servidumbres reproducen su materialidad y castran el deseo -volviendo ajeno el cuerpo para su alma-, tienen por naturaleza incapacidad para la Justicia.
Aún así, porque estaba en juego literalmente la vida de muchos, durante las dictaduras militares defendí a los presos políticos. Haciendo balance me doy cuenta que fui más útil con mi fraternidad que esgrimiendo códigos en los que nadie creía, menos todavía los jueces del Poder.
También escribí poemas contando las luchas, los pequeños triunfos y las grandes desdichas. Hoy andan dispersos en afiches, revistas y diarios de la época.
A veces algún compañero se me acerca, después de una clase abierta o aún en la calle, y me habla de cuando lo visité en la cárcel, o me recuerda con nostalgia y hasta con emoción mi viejos poemas. A veces incluso me aconsejan: cuidáte, vos no cambiaste y el país tampoco; ya sabés, todo es puro cuento, y si asomás la cabeza, te la cortan...
Con la despedida de los compañeros suele haber un abrazo, o un beso, igual que antes, cuando podía ser el último. Es una manera de celebrar la vida y decirnos que no hay derrota eterna.
Ahora, cuando por alzarme contra el espíritu de estos nuevos y serviles días, y denunciar hasta con balbuceos el Terror de Imperio, debo andar a los saltos, esquivando las mordeduras de la intolerancia, vuelvo a creer, más que nunca, que el sueño de nuestra generación tuvo sentido. Sentido y gloria, por más que la jauría de intelectuales pragmáticos, que tanto dan, por laxitud de categorías, para un fregado o un planchado, quieran tapar la fresca epopeya con el sudario donde durmió la muerte, o el olvido. (Sí, el sueño de la revolución y su historia violenta. De eso trata la disputa no saldada, siempre latente más que manifiesta, y que ahora aparece camuflada en las pasiones que despierta -separando aguas-, la tragedia de New York y Kabul).
Mirando las plantas en la demasía de lluvias, mientras escucho las voces de ópera de mi niñez, pienso otra vez en la sabiduría de aquél humilde abuelo que sentaba amorosamente en sus rodillas, como a los gatos, a la igualitaria Justicia del "naide es más que naide" y a la tan lunática como desafiante Belleza.
¿Qué usuras de dolor habrá que pagar hasta que las esquivas Diosas se queden de una vez y para siempre a nuestro lado?
Vicente Zito Lema, Buenos Aires, noviembre de 2001