De espaldas a la Naturaleza
Buenos Aires desde el río

 

"Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires; esto quiere decir buen viento. También traíamos de España, sobre nuestros buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se llaman Querandís, unos tres mil hombres con sus mujeres e hijos; y nos trajeron carne y pescado para que comiéramos", nos relata Ulrich Schmidl, un cronista que llegó con la expedición de Don Pedro de Mendoza.

Ilustración de Ulrico Schmidel - Ataques de indios sobre Buenos Aires

Los conquistadores españoles llegaron por el río y fundaron la ciudad. Cuentan que cuando llegaron, había indígenas, lo que quiere decir que la historia de nuestra tierra, también comenzó hace miles de años. Pero, eso sí, los españoles fueron los que comenzaron a escribir la historia de esta tierra.
Con los españoles llegaron las letras, que encontraron sustento gracias a la amabilidad de los querandíes, que vivían acá, vaya uno a saber desde cuando, y les dieron de comer carne y pescado". Porque los querandíes conocían la importancia del río marrón.
Pero hoy, que estamos recorriendo la ciudad desde el río, no vemos un solo querandí. Ni uno. Y uno casi adivina la funesta suerte que les habrá tocado padecer, para no dejar ni rastros.

Más allá de los antecedentes, resulta increíble la vista de la Ciudad de Buenos Aires desde el Río de la Plata. Uno ve la hermosa ciudad, construida en un par de siglos. Uno ve el incesante tránsito de aviones que suben y bajan en medio de tantos edificios, y mientras recuerda los peligros que esto implica, no puede dejar de admirar la capacidad humana para transitar por la tierra, el agua y el aire.
Uno ve las impresionantes construcciones que necesitan los barcos para trabajar en un puerto. Y los tranquilos navegantes, y vigorosos niños, aprendiendo las artes del agua y el viento en sus diminutos optimist, tratando de hacerse uno con el río.
Desde el río, uno ve el tremendo esfuerzo humano que se acumula de espaldas a la costa del río marrón.

Uno se ve rodeado por la maravilla. Y no puede menos que preguntarse ¿cómo un sitio tan exquisito no es disfrutado por los habitantes de la ciudad? ¿Cómo es posible vivir durante años y años en la ciudad sin enterarnos que hay un lugar tan bello? ¿Por qué la ciudad le da la espalda a la naturaleza? Y uno no encuentra respuestas.
Domingo F. Sarmiento se animó a dar una respuesta, en Facundo, donde nos cuenta con la pluma inflamada por la disputa política, la relación de los habitantes de Buenos Aires con el río: "El hijo de los aventureros españoles que colonizaron el país, detesta la navegación, y se considera como aprisionado en los estrechos límites del bote o de la lancha. Cuando un gran río le ataja el paso, se desnuda tranquilamente, apresta su caballo y lo endilga nadando a algún islote que se divisa a lo lejos; arribado a él, descansan caballo y caballero, y de islote en islote se completa, al fin la travesía".

"Entrada al Arroyo Maldonado" Benito Quinquela Martin

Hoy, en el río se ven botes, barcos, lanchas, cruceros, y uno comprende que en el agua hay un mundo desconocido, que navegar es una pasión y una necesidad para mucha gente.
Uno ve que el río brinda trabajo, y también brinda diversión, ya que en nuestros pagos, hay unas 37.000 embarcaciones deportivas registradas. En el río hay un verdadero mundo de gente que, contradiciendo las ideas de Sarmiento, comparte momentos íntimos en medio de la naturaleza.
Gente que disfruta la vista del increíble edificio del Yacht Club Argentino, una obra de arte arquitectónico, construida en estilo art decó, que vienen a observar estudiantes de distintas partes del mundo.

En el río, también se ven los ordenados veleros de los cadetes navales, que llegan desde La Plata, deslizándose sobre las aguas del río sin fin, seguramente corriendo una entretenida regata.
Y está el viento, quizás el mismo "buen viento" que describió el viejo Ulrich. Ahora está jugando con el agua, con las velas, con las nubes, con los pelos de la gente.
La ciudad y el río juntos son una belleza, una belleza que habla de las maravillas que pueden surgir de la naturaleza humana y de las maravillas que prodiga la naturaleza.
Pero, esta maravilla, es un privilegio que disfrutan unos pocos seres humanos: quienes habitan las lujosas e impresionantes torres de la zona de Retiro, que poco a poco se van expandiendo hacia el sur, y quiénes viven en la reciclada, hermosa, cara, y poco accesible, Costanera Sur.

Al lado la codiciada reserva ecológica; después, está el río muerto. Muerto quizás por la misma razón que la ciudad le da la espalda al río. Solamente los pobres viven al lado del río muerto. Y las fábricas asesinas.

Desde el río, no hay más que mirar, para darse cuenta que tremendos arquitectos y constructores se juntaron para realizar semejantes obras. Uno ve parte del reciclado edificio del Hotel de los Inmigrantes, ve el Club de Pescadores, ve miles de coloridos contenedores apilados en las dársenas del puerto.
Uno ve el interminable río marrón que hizo creer a muchos que era mar. La costa brava del río, la que acumula el sedimento con que el Paraná y el Uruguay construyeron, en una eternidad de constancia, en el increíble Delta. Pero eso es tema de otra nota.
Desde el río, uno ve la hermosa ciudad, altiva, casi indiferente. Uno ve la zona céntrica y, a poca distancia, Belgrano, un barrio, que desde lejos, puede espiar las aguas.
En el río, uno se ve rodeado por lo eterno y por temporal. Y no puede menos que preguntarse ¿cómo un sitio tan exquisito no es disfrutado por los habitantes de la ciudad? ¿Cómo es posible vivir durante años y años en la ciudad sin enterarnos que hay un lugar tan bello? ¿Por qué la ciudad le da la espalda a la naturaleza?
Y, en medio de la maravilla, uno no encuentra respuestas.

Por Rubén Daniel Fernández Lisso